LOS RECUERDOS SON TRAICIONEROS. De eso no hay duda. ¿Han escuchado hablar del psicólogo Jean Piaget? Hay una anécdota de su niñez que solía relatar y que ilustró uno de sus escritos sobre la memoria: un intento de secuestro en pleno centro de París que su niñera consiguió heroicamente abortar. Piaget relataba el suceso con todo lujo de detalles: el secuestrador, el miedo, la niñera luchando y recibiendo golpes en la cara, el asombro en los ojos de la gente que pasaba, el pulcro uniforme de los policías que llegaron en su auxilio, etc.
Imaginen la cara que se le quedó cuando la niñera, muchísimos años después, tras una crisis religiosa, confesó que lo del secuestro se lo había inventado. Necesitaba el trabajo y pensó que una pequeña hazaña le haría ganarse el favor de la familia. Así que contó aquello del ladrón de niños y de su épica resistencia. Y el pequeño Piaget creció escuchándolo una y otra vez. Hasta que la historia llegó a formar parte de sus recuerdos. Hasta que no importaba si era verdad o mentira, pues seguía allí, en su cabeza, con todo lujo de detalles.
A mí lo que realmente me gustaría es restregar mi hocico por su ojete. Como un chucho, olisquearlo hasta hartarme, y luego penetrarlo con mi lengua, para hartarme de nuevo con ese sabor amargo, tan especial. Luego me deslizaría hasta su coño, pero sin separar mi hocico del cuerpo. Un recorrido olisqueando y babeándolo todo. Y, entonces, al encontrarme en su coño, abriría la boca como una Boa Constrictor, y lo engulliría en las tinieblas. Y allí es donde mi lengua se volvería loca, y estallaría en un frenesí epiléptico golpeando contra todas partes, como un insecto moribundo, un cable de alta tensión suelto. Pero lo mejor es cuando me concentro en el clítoris, y ella se pone burra, y llevada por toda la situación me mea en la boca mientras le sigo dando placer con la lengua. Ahí es cuando la he embrutecido, cuando me inundo de gloria. Es en ese momento cuando has conseguido todo de la mujer. Mujer bruta. Y si pudiera conseguir que al mismo tiempo de mear se cagara, un éxtasis zumbaría por todo mi cuerpo. Eyacularía finalmente. ESE ES EL LOGRO DEL HOMBRE, EMBRUTECER A LA MUJER. Embrutecer a Britney Spears, a la Infanta. Embrutecer a Paulina Rubio, NanaMouskuri, Isabel Gemio, Noemi Campbell. Embrutecer a cualquiera de las que sale en Telva, Marie Claire o Vanity Fair. Eso es tan, tan, tan... íntimo. Los compañeros de mesa de Juan guardan silencio. Uno gordito de Cádiz casi ha palidecido. Juan continúa moviendo la cucharilla en su café. Está tranquilo, y los mira durante unos segundos. Uno a uno. Por orden alfabético. Lo que pasa es que vosotros seguís viendo en la mujer a vuestra madre. Acaba el café de un trago. Se marcha a su habitación.
La azafata se llama Marisa. Por entonces Víctor ya puede referirse a ella así. ¿Cómo te llamas? Yo soy Mª Isabel Aitök. Soy mitad española, mitad tokianesa. Eso fue dos horas antes. Ahora ya es Marisa.Víctor bebe un café caliente y NO ALCANZA A VER EL MAR. Están a muchos pies de la boca del jayán. Le irrita volar. Su cuerpo sufre mutaciones del tipo: pitidos en los oídos, sudor en extremidades, ruidos en el aparato digestivo. En esencia, son los signos del melancólico, favorecidos por la presión atmosférica. Pero eso no lo sabe la señorita Aitök. ¿Te traigo una toallita? ¿Tienes más hambre? Pídeme lo que quieras; han sobrado bandejas de la clase preferente. (Lo último lo dice como una confidencia.)
LLEVA UN LIBRO CON ÉL. Se sienta sobre el libro como en las películas de la Coixet. No lo lee. Se marea como cuando viaja en coche. Pero cree le protege. Tampoco lee la nota que le entregó Julia al despedirse. Tuvo la tentación al sentarse en su butaca de pasajero. No obstante, guarda la nota una vez rota dentro del libro. Por cierto, se trata de Me han dicho que las Tökia no existen, de Kot Pérez-Luna.
Víctor cree que va a vomitar. Sin duda corrobora que es melancólico. Toma un trago de agua y su atrabilis se tranquiliza. De pensar en una metáfora, la cabeza de Víctor es una TORMENTA DE POLAROIDS. La risa de Julia. El llanto de Julia. La ropa en el suelo. La habitación de hotel. El momento del beso.
El joven pasajero se decide a abrir el libro. Pág. 1: cortesía. Pág. 2: Me han dicho que las Tokia no existen. Pág. 3: Me han dicho que las Tokia no existen. Si es así, al bajar del avión pisaré una mentira. Pero, ¿llegaré a saberlo?
Aprieta el botón de la planta baja. El ascensor Schlinder 2400, de tracción hidráulica, activa su mecanismo. Junto a sus piernas, una a cada lado, se ven dos maletas plateadas: una mediana, Samsonite Graviton, de policarbonato, 96 l., con ropa e instrumental; y una grande, con capacidad de 135 l., también llena, con algunos plásticos que envuelven partes de un cuerpo humano. Al llegar a la planta baja las puertas se abren, descubriendo lentamente al huésped. La gente del vestíbulo le hace dudar un poco, pero coge sus maletas y, con paso lento, inicia la salida hacia la puerta principal. El recepcionista gordo, saluda con seriedad. Él responde casi imperceptiblemente. La experiencia le ha enseñado a comportarse con tranquilidad, incluso a ser temerario. Alguien que hubiera cometido un crimen, no se detendría a hacer una llamada telefónica. Segundos antes de salir, frente a la puerta giratoria, decide hacer una llamada. A su derecha hay un teléfono público. Avanza hacia ahí, con una maleta en cada mano. El teléfono está ocupado, por lo que se detiene a una distancia prudencial, y espera su turno. La gente pasa por su lado, él echa un vistazo a su reloj Casio EFA-121D-1AVEF. Las 12.30. Parece que el hombre del teléfono termina su conversación. Es Paul Turner, quien retira las monedas que han sobrado, se gira de forma atolondrada y casi tropieza con una de las maletas. Paul Turner se disculpa, y no puede evitar sentirse atraído por las maletas plateadas, sus contornos, sus seductores brillos. Se aleja algo contrariado. El huésped aguarda en silencio, observando sin pudor a Paul, que continúa echando pequeñas miradas furtivas mientras se retira. Una vez solo, el huésped descuelga el auricular y marca un número imaginario. Mantiene una conversación ficticia. Se anima, gesticula y en un momento concreto asegura con su mirada sus maletas. Abre la boca de par en par, sus glándulas sudoríparas se activan, y un sudor frío atraviesa su epidermis. La maleta grande ha desaparecido. Información gratuita. El teléfono que ha marcado no existe.
Skinny Pete había estado merodeando gran parte de la noche por la esquina de la 172 con Riverside drive. Quería vender los 20 gramos de hierba que le quedaban en el bolsillo antes de que se hiciera muy tarde y así redondear una semana que había sido perfecta. Martes y ya había hecho pasta suficiente para comprarse sus nuevas ALL STAR, y un anillo de oro bien grande. La esquina de la 172 con Riverside drive había funcionado bien. Sólo una semana fuera de los Heights y ya había hecho la caja de un mes. Claro que si hubiese estado en los Heights, en la esquina de la 163, esos tipos no se habrían atrevido a sacarle una pistola, ni lo hubieran pensado siquiera. Pero en la 172 era un don nadie; un negro cualquiera de uno noventa y ciento diez kilos.
Por eso ahora corría por la acera de Amsterdan ave. Todavía llevaba en la mano la hamburguesa spicy chicken que había comprado en Wendy's (hoy había dicho definitivamente no a la pizza) pero no había podido pegar ni un bocado, esos tipos se le habían echado encima nada más salir por la puerta. Skinny Pete se gira y utiliza su hamburguesa como arma arrojadiza, pero no acierta a ninguno de sus perseguidores. Lanza la soda también. Mismo resultado.
En la 181, exhausto, se mete bajo tierra con la esperanza de encontrar un sitio donde poder esconderse. Corre a lo largo del andén hasta entrar en el túnel. Su sexto sentido peliculero le recuerda que debe tener cuidado con el tercer raíl. Da un traspiés y cae de morros al suelo, entre las vías. En ese momento el tren avisa de su llegada y Skinny Pete grita ¡Mierda! levantando la vista. Es cuando ve el anuncio del muro de enfrente: ¿En peligro? 800-CALL-NOW
Paul Turner avanza por el pasillo del hotel. Ve una puerta entreabierta. La 303. Se asoma. Parece vacía. Probablemente las limpiadoras olvidaron cerrarla. Entra y cierra tras de sí. Se sienta sobre la cama y saca del bolsillo el móvil del pintor. El teléfono que robó del hall. Un par de llamadas. Sólo un par de llamadas y volverá a dejarlo en su lugar. Encuentra un nombre que le llama la atención: Marisa Pena. ¿Será su amante?, se pregunta. Llama. Comunica. Volveré a llamar, se dice. Y descubriré dónde vive. Y la conoceré "casualmente" y acabaré convirtiéndome en su amante. Todo empezó cuando se hizo pasar por su amigo Charlie Njelmsijk en la función del Abraham Lincoln primary school. Lo encerró en los vestuarios, se puso su disfraz de vaca y salió a escena en la obra de teatro infantil. No le gustaba su disfraz de nube. La vaca tenía más papel. Fue una estupenda vaca. Sus padres, al ver que faltaba la nube-Paul se preocuparon. Llamaron a la policía. Y al final encontraron a Charlie Njielmsijk en los vestuarios, junto a un disfraz de nube destrozado. Llamaron a su casa. La madre de Charlie dijo: eso es imposible, mi hijo está ahora mismo cenando, delante de mí. No se ha querido quitar su disfraz de vaca... Le gustó ser Charlie. Y ahora busca vidas que robar. Vidas que suplantar. Sigue buscando nombres en el móvil de Diego Rivera. Nombres que le sugieran algo. De pronto escucha un extraño ruido. Se gira. No hay nadie, pero SIENTE COMO SI LO ESTUVIESEN OBSERVANDO. Se levanta. El baño también está vacío. Pero hay algo extraño. Como una presencia. Se vuelve a sentar sobre la cama, nervioso. Mira el móvil. No puede creer lo que está viendo. En la agenda del móvil pone Paul Turner. ¿Por qué tiene el pintor su número de teléfono grabado? El móvil está llamando. No recuerda haber pulsado la tecla verde para llamar. Se lo acerca al oído. Está a punto de colgar cuando una voz contesta: ¿Quién es? Sin lugar a dudas es la voz grave y profunda, a lo Leonard Cohen, del propio Paul Turner.
Helena mira a Daniel Lucio. NO SOY UNA PROSTITUTA, dice. El doctor Lucio la observa extrañado. Nadie ha dicho que lo seas. Silencio. Se miran fijamente. Lucio vio un reportaje en el Discovery Channel donde decían que un perro comprende que eres su amo cuando consigues aguantar más que él un cruce de miradas. Posiblemente sea mentira. Aquí pone que debo acostarme contigo. Soy actriz. Me contrataste para actuar. Si quieres sexo búscate una puta. Daniel no entiende lo que está ocurriendo. Quizá se ha equivocado con ella. Pensó que llegaría hasta el final. Pensé que llegarías hasta el final. Quizá me he equivocado contigo. Helena se levanta, se arregla la camisa delante del espejo y mira el reflejo del doctor, sentado sobre la cama. Me voy, dice. Daniel no dice nada. La observa marcharse.
La puerta se abre. Daniel sigue sentado sobre la cama. Helena entra. ¿Qué tal lo he hecho?, pregunta. He tenido muy poco tiempo para aprendérmelo... Él sonríe por respuesta. Se levanta, la abraza por detrás y comienza a besarla delante del espejo. Ella tiene los ojos cerrados. Él no. Se observa a sí mismo besándole el cuello. Después su mano se perderá dentro de la camisa de Helena. Después le bajará los pantalones y la penetrará. Frente al espejo. En ese mismo lugar. Así está escrito en el guión que Helena lleva en su bolso.
Señor, aquí no está permitido fumar. Se lo dije así, Ramón, con educación. No lo he pasado peor en mi vida. Yo ya lo vi venir, ¿sabes?, alto, cara de mala hostia, una gabardina verde, el pelito rapado. Más cicatrices que un Pit Bull. Qué crees, de primeras pienso, ese no está hospedado aquí ni de lejos. Pero a ver quién le decía algo, además, si ya había pasado por delante de ti y no le habías dicho nada. Pues yo menos. ¿No lo viste? Bueno, pues entra, se cierra la puerta, le pregunto que dónde va, y me dice que a la última planta. Silencio, silencio que yo agradecí, pues me daba cosa hablar con él. Entonces se enciende el cigarro. Yo le digo, Señor, aquí no está permitido fumar, pero con educación, ¿eh?, yo con ese no me pongo chulito. El tío se me gira, me tira el humo, y se acerca, muy cerca, pero mucho, apestaba a alcohol de quemar el muy mamón. Y me pregunta por Neil. El tío se dio cuenta de que yo estaba acojonado. Yo no sé quién es Neil, ¿a ti te suena? No, ¿verdad? Pues eso, le digo que no sé, que no hay nadie con ese nombre. Entonces Constantine sonríe infiernos, y DE SU BOCA LAS PALABRAS SALEN CONSTRUIDAS CON HUMO BLANCO. Claro que no, Neil no es idiota, ¿quién coño te has creído? El botones baja los ojos, y apoya sus manos en las paredes del ascensor. Cuando se largó el tiparraco ese aún me quedé un huevo con las manos apoyadas en las paredes, sin moverme. De pronto el ascensor se para, se abren las puertas, y me entra el de las samsonites plateadas, flipa, todo aquello lleno de humo, yo con la cara blanca. Ese se pensó que me había fumado un porro. ¿En serio no lo viste? Ramón, dice que no sin entusiasmo, se abrocha el botón que le recuerda que ya no es tan joven, y piensa en el gitano. Quizá una nueva novia.
Sarita Gonsales se quita la ropa de puta para ir al locutorio. También SE QUITA ESE NOMBRE QUE LE SOBRA COMO UNA ENFERMEDAD y llama a su mamá. ¿Mamita, cómo estás? Hola, Yolanda, mi niña. He recibido noticias de León, me dice que se vuelve para allá. Sí, hijita, echa mucho de menos esto. ¿Y tú cuándo vienes? ¿Cuándo dejarás esas ideas tuyas de prosperar en España?
Yolanda/Sarita está verdaderamente cansada de su vida en España. La gente por la calle la sigue viendo como un ser de segunda, como adquirida en una tienda de ropa usada. Tampoco soporta el pluriempleo, y menos aún esas sesiones en las que tiene que mostrar sus kilos de más. Trabajar para el hombre. Pero eso es lo que más dinero le da, y ella necesita dinero. Había tramitado su tarjeta de residencia por la universidad de Bellas Artes y la beca de doctorado le daba para unos meses. Allí podré establecerme, ganarme la plata pintando paisajes. La luz de España seguro que me traerá buena suerte –pensaba Yolanda/Sarita una y otra vez antes de coger su maleta vieja y despellejada y venirse a la península. Luego, como un ritual, leía UNA HABITACIÓN PROPIA de Virginia Wolf y soñaba con tener una buhardilla en el centro de la ciudad, mirando al cielo, bien arriba. La habitación de Yolanda/Sarita la comparte con dos portorriqueñas más. Huele a humedad y las cucarachas transitan pintando el suelo de marrón. Ahora Yolanda/Sarita sueña con los colores vivos de su Puerto Rico. Más lo sueña Sarita que Yolanda.
Una cucharilla, un mechero, una aguja. Neil Constantine mira por la ventana del último piso del hotel. Por un segundo piensa en que le hubiese gustado que su habitación diese a la piscina, pero en el fondo le da igual. Desde aquí puede ver los coches pasar por el puente, desde tierra firme, sobre el mar, al otro lado. Se dice de Neil que en el vientre materno estuvo a punto de anular la mente de su hermano gemelo sólo con pensarlo, pero que luego se lo pensó mejor.
Los motivos que le traen a este lugar son complejos, y aunque quisiera, que no quiere, incluso a él mismo le resultarían complicados de explicar. Aunque resumiéndolo mucho se podría decir que para Neil Constantine ESTE LUGAR ES TANTO UNA META COMO UN PUNTO DE PARTIDA. Son todos los lugares en uno, y a la vez, es ningún lugar.
Alguien que no lo conociera podría decir que Neil ha venido a este hotel a morir, pero eso no sería verdad. Quizá porque no pueda morir, quizá porque ya este muerto, eso, ni el mismo Neil lo sabe con seguridad. De lo que único que no duda en este momento es de los siete gramos de Brown Sugar que tiene por delante. Y de esos siete gramos, de una vez por todas, van a salir verdades.
Constantine es el único capaz de enfrentarse a todo esto. Aguarda enfrente del hotel, junto a una farola. Un Silk Cut, ladeado, aguarda con paciencia el momento de ser encendido. Hace frío, es invierno. Constantine recuerda la piscina vacía del hotel, llena de hojas. También piensa en el gordo tumbado en la tumbona. Estaba como ausente, con los ojos en blanco. De donde viene ha visto muchos como ese. Es el mal del siglo XXI. El frío arrecia, y su gabardina verde oscura no abriga demasiado. Encuéntrelo por favor, le daré lo que me pida, lo que sea.... Jamás le ofrezcas a Constantine satisfacer cualquiera de sus deseos. Él es bueno, ESTÁ DE ESTE LADO, PERO VIENE DEL OTRO. Por eso sabe combatirlo tan bien. Se dice que en el vientre materno intentó estrangular a su hermano gemelo con el cordón umbilical. Se dicen muchas cosas. Es evidente que no importa el significado objetivo de lo que se cuenta. No es la suma de los significados de esas palabras las que conforman el sentido último de la historia. Lo que importa es cómo nos toca intuitivamente en algún sitio, alguna fibra desconocida que al vibrar emite un sonido familiar, pero indescriptible con palabras. A Constantine sólo nos podemos acercar con metáforas. Con poesía. Algo se mueve en el callejón del hotel. Una sombra husmea, revuelve la basura. Constantine saca las manos de la gabardina, enciende el Silk Cut, con paso firme, a grandes zancadas, recorre la distancia que le separa de la sombra, recuerda a los Sex Pistols en el Roxy Club en 1977. Sin mediar palabra aprieta los labios, con una mano atrapa al fantasma y con la otra le revienta la cara. John Constantine viene del otro lado.
Grotesky es un tipo alto y delgado, de carácter intrínseco, maneras delicadas, lenguaje florido, verbo difícil y ojeras perpetuas. Grotesky vive desde hace tres meses y medio en la habitación 101. Llegó un día al hotel y pagó siete meses por adelantado con billetes de 100 que sacó de un fajo que guardaba en el interior de su chaqueta de Tweed. Llevaba el fajo atado con un coletero fucsia, como los que venden en los chinos a 0,10 la unidad.
Grotesky NO TIENE EQUIPAJE, NO TIENE PRISA y se levanta los días pares a las 6 de la mañana. Desayuna café, nicotina y zumo de pera. Luego vuelve a su habitación y no sale de allí hasta la hora de comer. Por la tarde, cuando la siesta, gusta de dar largos paseos por los corredores del hotel. Lo hace descalzo, para sentir el suelo bajo sus pies, pues le resulta reconfortante. Cuando oscurece, Grotesky se sienta en su habitación a mirar por la ventana, aunque nunca descorre las cortinas porque él encuentra placer así, riéndose de su perspectiva.
Los días impares, él, Grotesky, no se levanta hasta el mediodía, y después de comer, languidece durante horas en una de las tumbonas de la piscina. Ahora estamos en invierno, y la piscina esta vacía, pero a él le gusta así.